domingo, 15 de enero de 2012

EL BUJÍO (Fragmento de la devoción del destierro)


Dicen que mi nombre es Primitivo, que soy de las tierras planas del sur y que tenía veinte años cuando perdí la vida. Eso dicen.
Algunos dicen que fue una de esas noches de truenos y de lluvias temibles, otros solo dicen que fue una noche fría.
Cuentan que llegué perdido a una selva lejana donde ya no se escuchaba el canto de los gallos. ¿Conocen ustedes las montañas donde viven los mitos? Esas eran las montañas que recorría esa noche cabalgando en mi mula cansada. Mi mula vieja y cansada.
Iba yo asustado, eso dicen, y de pronto en medio de la oscuridad encontré el bujío, pájaro maldito, pequeño y negro que me llevó obligado a las puertas del infierno. Dicen que bajé de la mula, que los ojos del bujío brillaron como luciérnagas y lo tomé de las alas. Dicen que no buscó escapar y aunque la noche era su hora, ahí estuvo, esperándome, al margen del camino.
Son muchos los que cuentan y la versión no es la misma. Unos dicen que la mula recibió al bujío con la alegría de una hermana que encuentra a otro hijo del demonio. Otros dicen que la mula trataba de soltarse para huir entre los guaduales que en la oscuridad y con el brillo de los rayos parecían infinitos. Lo cierto es que al subirme de nuevo, con el pájaro en las manos, le recordé con las espuelas que el camino era largo, no sabíamos a dónde nos llevaba, pero era largo, largo y oscuro y maligno.
Al galope me fui perdiendo más y más, sin pistas ni señales, entre guaduas que se extendían como huesos hacia el cielo. Desde lejos llegaba el resplandor de los relámpagos marcándonos el camino y dibujando sombras en medio del bosque: brazos y uñas extendiéndose hasta mi boca, metiéndose con su filo entre mis temores. También se veía el brillo incandescente de miles de ojos rojos y blancos apuntando a mi garganta, escondidos en la nada, evidenciados por sus ansias de mi carne y mi alma.
La gente dice que me bajé de la mula al llegar a un arroyo, con el bujío en brazos y alumbrando con una linterna que mucho tiempo después fue el único vestigio sucio y maltratado de mi suerte. La mula y la silla se perdieron.
Se dice que yo caminé hasta el arroyo, que ya era la hora maldita y el bujío empezó a cantar. Entonces el arroyo se convirtió en un río de sangre, que se iba tiñendo entre más cantaba esa ave negra. Con sus lamentos despertaba la oscuridad y sus bestias.
Tomé el bujío —dicen— y lo desplumé. Quería silenciarlo pero antes tuve un enorme deseo de infringirle dolor, el más agudo dolor. Entonces le quité las plumas, vivo y despierto sobre el agua, que se fue bebiendo las plumas menos una: la pluma de la suerte.
Una pluma negra que tomó camino río arriba, se enfrentó a la corriente y la venció. Corrí tras ella, pues conocía la leyenda: “aquél que encuentre la pluma en el bujío, tendrá sus sueños cumplidos, y lo que pida, le será concedido. Pero antes tiene que huir del demonio, que saldrá a buscarlo enfurecido, apenas saque la pluma del río”.
Y tomé la pluma. El bosque se abrió. Las llamas, el suelo ardiente, el azufre y todo lo que uno lleva en la cabeza fueron falsos. Yo solo escuché las herraduras de un caballo que se dibujaba negro entre los árboles, y con la luz de los relámpagos aparecía allí y aquí.
Desde entonces, soy una historia que se esparce con el viento, y que en noches como esta se desnuda en las fogatas, y en el abrigo de las gentes que se cuentan sus historias busca un poco de la vida que ha perdido. Eso dicen. Yo aún no lo creo.

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