martes, 2 de agosto de 2016

ARRAIGO O EL DIBUJO DE TUS PASOS


Me he hecho más frágil, me he hecho más triste,
me he hecho más temeroso, me he hecho más escéptico,
me he hecho más viejo. Éste es el único camino
que he recorrido hasta aquí.
Marcos Giralt Torrente

Pongo un pie en Guaduas y siento que no me he ido de aquí nunca. Siento que no ha pasado el tiempo, que acabo de enterrar a mi padre y que si voy al cementerio aún está el montículo de tierra sobre la tumba. Incluso miro mis pantalones y me parece ver en mis rodillas las manchas de tierra que quedaron después de postrarme al lado del ataúd. Pero ya han sido nueves meses los que he estado lejos de Guaduas y los que he estado sin él. Ya bajó la tierra. Mi ropa no está sucia pero en mis rodillas llevo el dolor como una herida porque aunque esté de pie estoy de rodillas, aunque camine estoy de rodillas, aunque salte, corra, me siente, me libere, me levante de nuevo y avance imponente entre la gente… yo estoy de rodillas.
Preferí llegar de noche. Al llegar tarde me invade la sensación de que él está por ahí en algún rincón del pueblo en los lugares que solía frecuentar y que si camino en las calles de repente puedo encontrarlo. En la oscuridad puedo hacer un pequeño recorrido, que aunque pequeño, es suficiente para recorrer el pueblo y hacer un dibujo de sus pasos. Algo de su vida ha quedado en cada lugar y yo pongo mis pies sobre sus huellas.
Dejo mis maletas en el hotel donde me hospedo siempre. La dueña del hotel es ya una amiga de confianza y sabe que me gustan las habitaciones con balcón, que me deprimen las que no tienen ventana, que soplo el tinto cuando está muy caliente, que me quedo viendo los pájaros que llegan en la mañana y que son ellos los que me despiertan, sabe que soy noctámbulo, que estaré en la calle hasta las once de la noche, que estaré despierto hasta las dos de la mañana y sabe que esta vez he venido a Guaduas a escribir.  Me cuenta cómo ha estado el pueblo, la larga sequía y la corta temporada de lluvias y me habla de otras cosas mientras me lleva al cuarto que me gusta, uno que da a la calle. Y sabe que no me gustan las conversaciones protocolarias así que cierra la puerta y me deja en el cuarto. Salgo al balcón, me siento a respirar el aire del pueblo, que es fresco sin ser frío y que huele a árboles cercanos. Me siento en una silla que siempre ha estado en ese balcón y desde ahí veo la catedral. Hay silencio en esta parte del pueblo. Espero un rato para bajar al parque.

***

Es grande la colección de cosas que me quedó de él. Cada una se abre en mi cabeza como una cajita de música que al ser tocada se despierta como un armadillo y rueda, es decir, suena. Lo que me lleva a pensar que por medio de cosas mi padre me heredó sonidos e imágenes, y era de esperarse que fuera así, porque esa fue su manera de interactuar con el mundo y la forma en que edificó su relación conmigo. Eso es un cuento: Una palabra y una imagen, el sonido de una imagen. Palabras. Sonido. Música. Ritmo. Tono. Imagen. Acción. Las cosas (los objetos que me quedaron) traen eso: música e imagen. Las cosas vienen acompañadas de un cuento que he logrado memorizar e imágenes de lo que significó ese objeto en algún momento de nuestras vidas.
Mientras camino hacia el parque pienso que mi percepción de lugares y mi noción del espacio son también una cosa. Cada lugar en Guaduas me evoca una imagen del pasado de la misma forma que las cosas que guardo y esa imagen viene acompañada de palabras. En mi Museo Personal no solo hay objetos que se visten con una historia sino también lugares que causan el mismo efecto: son detonantes. La memoria aquí se dispara. Y es fácil recordar la primera vez que visité este lugar, cuando tenía ocho años y aún jugaba con carritos. Había árboles en el parque en ese tiempo, una ceiba gigantesca se erguía en el centro y en ella vivían ardillas y loros; en los árboles más pequeños y frondosos todas las tardes se podían ver las bandadas de pericos que llegaban a sus nidos y en otros árboles se encontraban canarios y micos. Era un parque muy fresco frecuentado en su mayoría por ancianos que venían a buscar la frescura de la sombra en las tardes calurosas, a tomar avena, a jugar parqués y tute, a leer el periódico y a contar cuentos. Mientras mi padre socializaba con ellos yo jugaba con mis carritos en los muros de los jardines y con los niños desconocidos que se me acercaban, romerías de niños se formaban para jugar a las escondidas o yermis junto a la estatua de  Policarpa Salavarrieta y todos eran amigos de todos sin conocerse. Al volver junto a mi padre me sentaba a su lado y escuchaba sus charlas sosegadas viendo las cartas de la baraja en su mano. Recuerdo que por esos días charlaban del asesinato de Jaime Garzón. Si matan a alguien como él que se puede esperar de uno como nosotros, dijo un anciano y esa frase quedó viva en mi cabeza para siempre.
Con los años el parque dejó de ser de los ancianos y pasó a ser de los jóvenes. Seguramente los niños que jugaban conmigo se apoderaron del espacio pero ya con otras costumbres y entonces se volvió un lugar más fiestero, más juvenil, más propicio para la música, el baile y el frenesí. En una remodelación ordenada por una alcaldesa se talaron todos los árboles y se construyó un nuevo parque menos poblado de vegetación, por supuesto insoportablemente caluroso de día, pero propicio para el deleite en la noche. Nunca se volvieron a ver las ardillas, ni los loros, ni los micos, ni los pájaros y los viejos se fueron a pasar la tarde a un café que queda en una de las esquinas y otros a las cantinas decadentes que circundan a unas cuantas calles. Ahora es un parque más parecido a la antigua plaza que había en los tiempos de La Pola y por su austeridad y vacío le entregó una visión sobresaliente a la iglesia al no haber nada que se interponga entre ella y los visitantes.

En este parque recibíamos el año nuevo. Veníamos a la misa de 11:00 pm y al salir de la iglesia veíamos los juegos pirotécnicos. Aquí nos tomaron la última foto. Salimos él y yo abrazados uno al lado del otro, al fondo la catedral y la bizcochería El Néctar, los dos sonreímos y justo en ese momento una paloma alza vuelo, parece la vida que se le va. 


continuará...

Tomado del libro Museo Personal. 

jueves, 25 de octubre de 2012

ORACIÓN A LA LLUVIA


A: Fernando Soto Aparicio


Afuera el mundo nos llama. Desde afuera nos grita “rebeldes”, nos declara desprotegidos; se sienta a esperar nuestro regreso, como si fuéramos a volver algún día.

Afuera preguntan: ¿Dónde están? ¿Qué hacen? ¿Cuánto tiempo les durará la gloria?

Afuera llueve.

Si salimos a caminar nos rodean, ponen otro camino delante de nuestros pasos. Ponen sombras. Los hombres del mundo de hoy dibujan sombras sobre la ruta que decidimos seguir. Gritan. Muestran sus heridas mientras vamos caminando. Reclaman nuestra piedad. Dicen que tienen derecho a sentir nuestras caricias. Se disfrazan de dioses para que recobremos la fe. Quieren ser la oscuridad para nuestros ojos que solo ven donde no llega la luz.

Afuera llueve.

Afuera pasan cosas que el mundo no ve. Cosas que no existen si no las nombran nuestros labios. Cosas que se olvidan a menos que nuestros dedos decidan reconstruirlas. No es el olvido parte de nuestro lenguaje. Nadie pasa delante de nosotros como si nada. A nadie dejamos ir sin ser condenado a recordarnos. Afuera quieren arrebatarnos el derecho a recordar.

Somos los seres que no viven el invierno. Afuera llueve pero no llegan los relámpagos a nuestros oídos, ningún trueno registra la retina. No hay frío para la piel.

Resistimos. Es muy brillante la oscuridad que habitamos. Perfectos acordes juegan a hacer eco en el silencio que construimos con pedacitos de pestañas. Alguna gota de sudor nos sirve para calmar la sed. Destruimos el hambre con la saliva de otro.

Mientras llueve recomponemos el desencanto. Pequeños seres nos invitan a marchar en sus calles congestionadas. La belleza de sus cuerpos quisiera hablarnos. En susurro nos grita. Pero no escuchamos. Y si escuchamos jamás obedecemos. Jamás seguiremos la senda de no soñar.

Resistimos.

Afuera anuncian males para nuestros cuerpos. La brisa los despoja de la rabia, los pone de rodillas ante el sonido de la voz; tal vez los consuela un poco saber que somos tristes, lo que componen nuestras manos lleva el ritmo de la soledad, nacimos con el idioma de los desencantados, el sino de la desolación nos rige.

Mientras llueve la piel nos duele. Mientras llueve el alma nos pregunta por qué no existe el amor para nosotros. No faltará quien nos pregunte si elegimos este destino o nacimos con él.

Las primeras páginas que leímos resuenan en nuestra cabeza y lo harán para siempre. Les tengo una buena noticia: el primer libro que leímos impondrá su sonido en nuestros laberintos, será su música lo que imponga el ritmo de nuestro corazón de poetas. No escucharemos la ciudad ni a sus hombres.

Mientras llueve resistiremos a un mundo que intenta obligarnos a no soñar, a no creer. Llevaremos a cuestas un placer doloroso.

Agradecemos a Dios la dulce condena de escribir hasta que la muerte —a la que ya le habremos escrito mucho— venga por nosotros.

(Texto leído en el homenaje de Fuerza de la palabra a Fernando Soto Aparicio)


martes, 7 de febrero de 2012

DIATRIBA CONTRA MI ARTE POÉTICA

Hoy no le huyo a los lugares comunes, no me preocupa la reiteración de un ritmo, tampoco busco imágenes melancólicas, ni polifonías, ni armonías, ni significados diversos. No.
Hoy no reinterpreto mitos, no escondo frases ajenas en las mías. No.
No soy irónico, ni paradójico, ni satírico. Ni siquiera tengo buen humor. No renuevo imágenes de la infancia, ni reconstruyo la musicalidad de los niños. Tampoco escribo una pieza que haga parte de un hilo conductor. No.
Hoy no trato de ponerle colores tristes a las emociones ―que ya de por sí son bien oscuras y más con el panorama gris de la ventana―.
Hoy ni siquiera susurro en la ventana, ni me paro junto al vidrio a ver cómo sufren allá, cómo mueren allá, cómo no te tienen.
Hoy no es día para jugar con palabras, para sentir placer por lo recién escrito, para sonreír; no; hoy no es día para releerme y decir soy bueno, soy muy bueno. No.
Porque no lo soy, porque todo lo que sé no sirve. Porque no me escuchas, y si me escuchas no me entiendes, y si tal vez… tal vez me entiendas, te reirás, como ya lo hiciste, y todo te será inútil, extraño y para mí mucho más, mucho más… porque son horas, días, noches, tardes de lluvia, atascos del tránsito, filas en los bancos, clases aburridas, películas de acción en cines fríos, cenas familiares monotemáticas, mañanas soleadas, madrugadas de insomnio, especiales de History Channel, visitas a Facebook, a Twitter, a Hotmail, a Google, a Wikipedia, al Tiempo, al Espectador, a la revista Semana, a Arcadia; más lecturas de libros, malos y buenos, y raros, y tontos, recitales poéticos, festivales, carnavales, conciertos, y horas, y minutos, y segundos incontables y otra vez horas, días, semanas, y ya casi años en que como ahora, en este instante, he tratado de encontrar la forma de conmoverte. Pero me lees y con tus ojos me explicas que nada sirve.
Hoy no es día para leerle a un mircrófono que difundirá mi voz a miles, menos a ti.
A veces la gente dice que escribo para el aplauso, pero no, no. Escribo para ti que me desechas, que ni siquiera tienes ganas de leerme. El aplauso de los otros es solo un consuelo que a veces, a veces de poco sirve porque es como si gritaran "no pudiste" "no pudiste" "sus oídos en otro lado esuchan lo que quieren" "pero no importa, no importa, nosotros te acompañámos en tu duelo".
Hoy solo extraño tus ojos que no me entienden, solo busco tu voz que me lee y se cansa. Hoy sufro el silencio del corazón, que es el verdadero silencio. Hoy odio lo que hago.

domingo, 15 de enero de 2012

EL BUJÍO (Fragmento de la devoción del destierro)


Dicen que mi nombre es Primitivo, que soy de las tierras planas del sur y que tenía veinte años cuando perdí la vida. Eso dicen.
Algunos dicen que fue una de esas noches de truenos y de lluvias temibles, otros solo dicen que fue una noche fría.
Cuentan que llegué perdido a una selva lejana donde ya no se escuchaba el canto de los gallos. ¿Conocen ustedes las montañas donde viven los mitos? Esas eran las montañas que recorría esa noche cabalgando en mi mula cansada. Mi mula vieja y cansada.
Iba yo asustado, eso dicen, y de pronto en medio de la oscuridad encontré el bujío, pájaro maldito, pequeño y negro que me llevó obligado a las puertas del infierno. Dicen que bajé de la mula, que los ojos del bujío brillaron como luciérnagas y lo tomé de las alas. Dicen que no buscó escapar y aunque la noche era su hora, ahí estuvo, esperándome, al margen del camino.
Son muchos los que cuentan y la versión no es la misma. Unos dicen que la mula recibió al bujío con la alegría de una hermana que encuentra a otro hijo del demonio. Otros dicen que la mula trataba de soltarse para huir entre los guaduales que en la oscuridad y con el brillo de los rayos parecían infinitos. Lo cierto es que al subirme de nuevo, con el pájaro en las manos, le recordé con las espuelas que el camino era largo, no sabíamos a dónde nos llevaba, pero era largo, largo y oscuro y maligno.
Al galope me fui perdiendo más y más, sin pistas ni señales, entre guaduas que se extendían como huesos hacia el cielo. Desde lejos llegaba el resplandor de los relámpagos marcándonos el camino y dibujando sombras en medio del bosque: brazos y uñas extendiéndose hasta mi boca, metiéndose con su filo entre mis temores. También se veía el brillo incandescente de miles de ojos rojos y blancos apuntando a mi garganta, escondidos en la nada, evidenciados por sus ansias de mi carne y mi alma.
La gente dice que me bajé de la mula al llegar a un arroyo, con el bujío en brazos y alumbrando con una linterna que mucho tiempo después fue el único vestigio sucio y maltratado de mi suerte. La mula y la silla se perdieron.
Se dice que yo caminé hasta el arroyo, que ya era la hora maldita y el bujío empezó a cantar. Entonces el arroyo se convirtió en un río de sangre, que se iba tiñendo entre más cantaba esa ave negra. Con sus lamentos despertaba la oscuridad y sus bestias.
Tomé el bujío —dicen— y lo desplumé. Quería silenciarlo pero antes tuve un enorme deseo de infringirle dolor, el más agudo dolor. Entonces le quité las plumas, vivo y despierto sobre el agua, que se fue bebiendo las plumas menos una: la pluma de la suerte.
Una pluma negra que tomó camino río arriba, se enfrentó a la corriente y la venció. Corrí tras ella, pues conocía la leyenda: “aquél que encuentre la pluma en el bujío, tendrá sus sueños cumplidos, y lo que pida, le será concedido. Pero antes tiene que huir del demonio, que saldrá a buscarlo enfurecido, apenas saque la pluma del río”.
Y tomé la pluma. El bosque se abrió. Las llamas, el suelo ardiente, el azufre y todo lo que uno lleva en la cabeza fueron falsos. Yo solo escuché las herraduras de un caballo que se dibujaba negro entre los árboles, y con la luz de los relámpagos aparecía allí y aquí.
Desde entonces, soy una historia que se esparce con el viento, y que en noches como esta se desnuda en las fogatas, y en el abrigo de las gentes que se cuentan sus historias busca un poco de la vida que ha perdido. Eso dicen. Yo aún no lo creo.

lunes, 4 de julio de 2011

ESTÁNDAR PARA UNA MOSCA

Una mosca es negra, pero cuando se pone al sol es fácil encontrar toda una gama de colores sobre sus alas. Una mosca tiene alas. Tiene dos alas que se mueven adelante y atrás y por eso la mosca puede cambiar de dirección cada vez que lo necesite. La mosca (déjame ver) tiene seis patas. Tiene seis patas que utiliza para caminar y dar saltos, y unos ojos grandes. Dos ojos grandes de color rojo oscuro que nunca parpadean y que son periféricos.
La mosca tiene un vuelo silencioso, excepto las que son muy grandes, las que zumban en las casas.
Es fácil descubrir una mosca: son negras y casi todas las paredes son blancas. Sería diferente la vida para una mosca si la gente pintara sus paredes de negro.
Una mosca no necesita reproducirse. La continuidad de su especie no depende de una sola mosca. No necesita parir otro millar de moscas para que existan las moscas. Tampoco necesita comer, pero come. No necesita beber, pero bebe. ¿Beben las moscas? Sí, las moscas beben, y excretan, no necesitan excretar pero lo hacen; una mosca respira, vuela, camina, salta, se para sobre una mano, evita el golpe de la otra mano, evita el periódico que se viene sobre ella, el matamoscas que hace temblar el mundo, y escapa. No necesita escapar pero lo hace. Esa es su existencia y la disfruta.
Para los otros seres del planeta la vida de la mosca es insignificante y sus actos no tienen ningún valor. Como hay tantas moscas ninguna es especial y todas tienen el mismo precio.
Para una mosca su vida es la de una mosca. Eso la convierte en el único ser importante sobre la faz de la tierra. El mayor e indispensable.
Una mosca siempre será una mosca.

viernes, 10 de junio de 2011

CUENTO FINALISTA DEL PREMIO HEMINGWAY. (Fragmento de La devoción del destierro)


Cuando alguien muere uno no sabe qué recuerdo escoger. Solo queda la opción de llevar su rostro pálido sin vida en la memoria, o su sonrisa llena de vida guardada en el bolsillo. Cuando alguien muere queda una imagen reinando, las otras vienen detrás y se van muriendo con el tiempo, sólo nos queda una.
―Joven Andrés levántese, el dolor no es nada, ¡levántese!
―No, no puedo Gerardo no puedo.
―Si puede, párese. Mire joven, cuando la vaca venga usted tiene que quedarse quieto y mueve la muleta duro para que la vaca coja por ahí
―No más, no soy capaz Gerardo, esa vaca vuelve y me levanta
―Sí tiene que ser capaz, la corraleja es este sábado y si no torea toda la gente del pueblo le perderá el respeto.
Gerardo era la cabeza de una familia de diez. Su madre, sus dos hermanas mayores y sus seis hermanos pequeños, soñadores de él, que lo recibían en abrazos llenos de mocos y lágrimas y un amor que parecía no existir en ese lugar. A todos sus hermanos levantaba del polvo como a mí me levantaba del suelo.
―Vamos patrón, eso no es nada, hágale el quite a la vaca, haga que se va para un lado y luego se va para el otro.
El día de la corraleja, mucho antes de la toma guerrillera, estaba el pueblo en el corral de una finca cercana. Alguien gritó “¡Que salga Andrés Montero!”. La gente lo apoyó y alguien me pasó la muleta.Gerardo parecía nervioso de mi suerte pero me alentaba con sus gestos. Pensé que sería una vaca cebú como todas las que habían toreado antes, pero salió un toro negro, con un cuello más grande que mi cuerpo, pesado, poderoso y con unos pitones imponentes que como lanzas apuntaron a mi pecho. La gente hizo silencio, oí un pequeño rumor “cambien ese toro, es demasiado para ese pobre niño”, y entonces recordé.
―Joven Andrés, el toro persigue con más facilidad la muleta, lo malo es que produce más susto. No corra, si corre está perdido. Usted solo llámelo, le mueve la muleta y se queda quieto.
El toro resopló, escarbó al ver la multitud trepada en las varas del corral. Cuando vio la muleta me lanzó la mirada y sus orejas atentas a mis pasos, inclinó la cabeza y con su pata derecha escarbó de nuevo, lanzando un puñado de arena al aire. Pasé la muleta como si fuera un péndulo y con una voz de niño en la que jamás me había fijado le grité como había aprendido con Gerardo.
―¡Toro! ¡Ey! Toro venga.
Sentí el temblor en el suelo, la corraleja vibró con el galope furioso del animal.
"No corras, no corras, si corres estás perdido. La muleta a un lado, viene a ti Andrés, no corras, la muleta a un lado. Bajó la cabeza, cerró los ojos. Inclina el cuerpo y ábrele campo, sube la muleta, súbela, cuidado con su lomo, cuidado con sus patas.¿Qué se hizo? ¿Dónde está la muleta? Aquí la tienes, tranquilo ¿Ole? ¿Quién dijo “ole”? ¿Todos dijeron “ole”? ¡Ole! Sí, sí Andrés estás vivo y ellos dijeron “ole”. ¿Qué se hizo? Allá, allá está, allí viene, lo mismo Andrés, hazte a un lado, estira el brazo, sube la muleta, grita ole, ¡Ole!, sí ¡Ole! pasó, ya está lejos, ¿todos gritaron ole? No, no lo gritan, gritan otra cosa, ¿qué es? ¿Torero? Si, torero"
Y corearon “torero” toda la tarde hasta que ya el toro estuvo cansado, y aunque siempre hice el mismo pase, sin mucho estilo ni elegancia, pude lidiar el toro y vi a Gerardo aplaudiendo entre la gente, con una cara de orgullo que ahí viéndolo en el ataúd no podía ser el mismo. Lloré, le dije gracias, gracias mil veces gracias, y cerré el ataúd. Lo bajaron, sacaron los lazos. Su madre, sus hermanas, sus hermanitos, pequeños trocitos de su cara le lanzaron flores. Yo le lancé sus rejos, su sombrero, sus espuelas, y con palas empezamos a cubrir la tumba. Una gran corona de astromelias y bellahelenas le dejé.

viernes, 2 de julio de 2010