Una mosca es negra, pero cuando se pone al sol es fácil encontrar toda una gama de colores sobre sus alas. Una mosca tiene alas. Tiene dos alas que se mueven adelante y atrás y por eso la mosca puede cambiar de dirección cada vez que lo necesite. La mosca (déjame ver) tiene seis patas. Tiene seis patas que utiliza para caminar y dar saltos, y unos ojos grandes. Dos ojos grandes de color rojo oscuro que nunca parpadean y que son periféricos.
La mosca tiene un vuelo silencioso, excepto las que son muy grandes, las que zumban en las casas.
Es fácil descubrir una mosca: son negras y casi todas las paredes son blancas. Sería diferente la vida para una mosca si la gente pintara sus paredes de negro.
Una mosca no necesita reproducirse. La continuidad de su especie no depende de una sola mosca. No necesita parir otro millar de moscas para que existan las moscas. Tampoco necesita comer, pero come. No necesita beber, pero bebe. ¿Beben las moscas? Sí, las moscas beben, y excretan, no necesitan excretar pero lo hacen; una mosca respira, vuela, camina, salta, se para sobre una mano, evita el golpe de la otra mano, evita el periódico que se viene sobre ella, el matamoscas que hace temblar el mundo, y escapa. No necesita escapar pero lo hace. Esa es su existencia y la disfruta.
Para los otros seres del planeta la vida de la mosca es insignificante y sus actos no tienen ningún valor. Como hay tantas moscas ninguna es especial y todas tienen el mismo precio.
Para una mosca su vida es la de una mosca. Eso la convierte en el único ser importante sobre la faz de la tierra. El mayor e indispensable.
Una mosca siempre será una mosca.
lunes, 4 de julio de 2011
viernes, 10 de junio de 2011
CUENTO FINALISTA DEL PREMIO HEMINGWAY. (Fragmento de La devoción del destierro)
Cuando alguien muere uno no sabe qué recuerdo escoger. Solo queda la opción de llevar su rostro pálido sin vida en la memoria, o su sonrisa llena de vida guardada en el bolsillo. Cuando alguien muere queda una imagen reinando, las otras vienen detrás y se van muriendo con el tiempo, sólo nos queda una.
―Joven Andrés levántese, el dolor no es nada, ¡levántese!
―No, no puedo Gerardo no puedo.
―Si puede, párese. Mire joven, cuando la vaca venga usted tiene que quedarse quieto y mueve la muleta duro para que la vaca coja por ahí
―No más, no soy capaz Gerardo, esa vaca vuelve y me levanta
―Sí tiene que ser capaz, la corraleja es este sábado y si no torea toda la gente del pueblo le perderá el respeto.
Gerardo era la cabeza de una familia de diez. Su madre, sus dos hermanas mayores y sus seis hermanos pequeños, soñadores de él, que lo recibían en abrazos llenos de mocos y lágrimas y un amor que parecía no existir en ese lugar. A todos sus hermanos levantaba del polvo como a mí me levantaba del suelo.
―Vamos patrón, eso no es nada, hágale el quite a la vaca, haga que se va para un lado y luego se va para el otro.
El día de la corraleja, mucho antes de la toma guerrillera, estaba el pueblo en el corral de una finca cercana. Alguien gritó “¡Que salga Andrés Montero!”. La gente lo apoyó y alguien me pasó la muleta.Gerardo parecía nervioso de mi suerte pero me alentaba con sus gestos. Pensé que sería una vaca cebú como todas las que habían toreado antes, pero salió un toro negro, con un cuello más grande que mi cuerpo, pesado, poderoso y con unos pitones imponentes que como lanzas apuntaron a mi pecho. La gente hizo silencio, oí un pequeño rumor “cambien ese toro, es demasiado para ese pobre niño”, y entonces recordé.
―Joven Andrés, el toro persigue con más facilidad la muleta, lo malo es que produce más susto. No corra, si corre está perdido. Usted solo llámelo, le mueve la muleta y se queda quieto.
El toro resopló, escarbó al ver la multitud trepada en las varas del corral. Cuando vio la muleta me lanzó la mirada y sus orejas atentas a mis pasos, inclinó la cabeza y con su pata derecha escarbó de nuevo, lanzando un puñado de arena al aire. Pasé la muleta como si fuera un péndulo y con una voz de niño en la que jamás me había fijado le grité como había aprendido con Gerardo.
―¡Toro! ¡Ey! Toro venga.
Sentí el temblor en el suelo, la corraleja vibró con el galope furioso del animal.
"No corras, no corras, si corres estás perdido. La muleta a un lado, viene a ti Andrés, no corras, la muleta a un lado. Bajó la cabeza, cerró los ojos. Inclina el cuerpo y ábrele campo, sube la muleta, súbela, cuidado con su lomo, cuidado con sus patas.¿Qué se hizo? ¿Dónde está la muleta? Aquí la tienes, tranquilo ¿Ole? ¿Quién dijo “ole”? ¿Todos dijeron “ole”? ¡Ole! Sí, sí Andrés estás vivo y ellos dijeron “ole”. ¿Qué se hizo? Allá, allá está, allí viene, lo mismo Andrés, hazte a un lado, estira el brazo, sube la muleta, grita ole, ¡Ole!, sí ¡Ole! pasó, ya está lejos, ¿todos gritaron ole? No, no lo gritan, gritan otra cosa, ¿qué es? ¿Torero? Si, torero"
Y corearon “torero” toda la tarde hasta que ya el toro estuvo cansado, y aunque siempre hice el mismo pase, sin mucho estilo ni elegancia, pude lidiar el toro y vi a Gerardo aplaudiendo entre la gente, con una cara de orgullo que ahí viéndolo en el ataúd no podía ser el mismo. Lloré, le dije gracias, gracias mil veces gracias, y cerré el ataúd. Lo bajaron, sacaron los lazos. Su madre, sus hermanas, sus hermanitos, pequeños trocitos de su cara le lanzaron flores. Yo le lancé sus rejos, su sombrero, sus espuelas, y con palas empezamos a cubrir la tumba. Una gran corona de astromelias y bellahelenas le dejé.
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